Actualidad del Rosario en la Historia




Fray Francisco Femenías B., O.P., de la Provincia dominicana de San Vicente Ferrer en Centroamérica

Reflexionando sobre las preguntas que nos fueron hechas a todos los miembros de la Provincia S. Vicente Ferrer de Centroamérica, me he sentido impulsado a recordar algunos acontecimientos y documentos de la Iglesia y de la Orden, que nos invitan a estimar, practicar y predicar la devoción del santo Rosario. Una devoción tan querida por nuestra Madre María, por la Iglesia y por nuestra Orden dominicana.


1- Empiezo evocando las apariciones de Lourdes y Fátima con sus mensajes, el culto en sus Basílicas, los milagros y estudios teológicos realizados en ese contexto mariano. No cabe duda que constituyen centros de espiritualidad, de sanación corporal y conversión evangélica


2- Ese sentir de la Iglesia hacia esta devoción del Rosario se manifiesta también:
A- EN LOS PAPAS, sobre todo, a partir de León XIII, con mención especial de Pablo VI y Juan Pablo II, singularmente en su Carta Apostólica” Rosarium Virginis Mariae”- 16-X-2002-, que puede calificarse de la Carta Magna del Rosario.
B EN LOS SANTOS, desde Santo Domingo hasta los santos más modernos, como San José María Escribá, la Madre Teresa o el Beato Juan XXIII. Lo han vivido y lo han propagado.
C-EN EL CÓDIGO DEL DERECHO CANÓNICO, norma de conducta y tamiz de la experiencia de la vida de siglos en la Iglesia, establece lo siguiente:
a- Para los seminarios diocesanos( canon 246,3): “Deben fomentarse el culto a la Santísima Virgen María, incluso por el rezo del santo Rosario, la oración mental y las demás prácticas de piedad con las que los alumnos adquieran espíritu de oración y se fortalezcan en su vocación“.
b- Para todos los religiosos: Después de recordarnos en el canon 662 que: “El seguimiento de Cristo es la regla suprema de vida, tal y como se propone en el Evangelio y se refleja en las Constituciones de su propio Instituto”; en el canon 663,4, añade: “Tributarán un culto especial, también mediante el rezo del santo Rosario, a la Virgen Madre de Dios, modelo y amparo de toda vida consagrada”.


3- Lo que afirman las Constituciones de los Dominicos
A- EN LAS ANTIGUAS CONSTITUCIONES, ANTERIORES AL CONCILIO VATICANO II:
a- El No. 589: “ En todas nuestras casas, récese cada día comunitariamente y con devoción una parte del Rosario. Si alguien no está presente en el rezo comunitario debe cumplirlo en privado”.
b- No. 806: “Todos los frailes y hermanas de la Orden, y en especial los que se dedican al ministerio de la predicación, tienen el deber de estimar grandemente la salubérrima devoción del santo Rosario, patrimonio de la Orden, e incesantemente promoverla entre los fieles cristianos.
c- No. 807: “Consérvese celosamente la loable costumbre de rezar públicamente en nuestras Iglesias cada día la tercera parte del Rosario”.
B- EN LA PRIMERA EDICIÓN- 1969- DESPUÉS DEL VATICANO II:
a- En el No. 67,2: “ Aprecien cordialmente los frailes la tradicional devoción de nuestra Orden hacia la Virgen Madre de Dios, Reina de los Apóstoles y ejemplo de meditación en las palabras de Cristo y de docilidad a la propia misión. Reciten cada día una tercera parte del Rosario, en común o privadamente, según la determinación del Capítulo Provincial y teniendo en cuenta su conveniente ordenación a la Liturgia. Esta forma de orar nos lleva a la contemplación del misterio de la salvación, en el que la Virgen María está íntimamente unida a la obra de su Hijo
b- No. 129: “Puesto que el Rosario es camino para contemplar los misterios de Cristo y escuela para formar la vida evangélica, debe ser considerado como modo de predicación conforme con la Orden, en el cual se expone la doctrina de la fe, a la luz de la participación de la bienaventurada Virgen María en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Así pues, los frailes prediquen fervientemente la práctica del Rosario, a fin de cada día tenga mayor vitalidad y promuevan sus asociaciones”.

C- EN LA ÚLTIMA EDICIÓN DE LAS CONSTITUCIONES- 1998-:
Reproduce lo mismo que la edición anterior, pero en el No. 129 añade esta cláusula: “ El Rosario ha de ser considerado como distintivo propio de la Orden”.
D- EN UN DISCURSO DEL MAESTRO DE LA ORDEN SOBRE EL ROSARIO A SUS PROMOTORES DOMINICOS (Propio de la Orden de Predicadores. Liturgia de las Horas- Roma, 1988- Págs. 1056-1059-) encontramos este hermoso y sugestivo párrafo:
Han pasado ya cuatro siglos desde que la devoción del rosario se hizo verdaderamente católica, no sólo porque se difundió por todas las partes de la tierra y es apta para todos, sino, sobre todo, porque entonces fue revestida de la autoridad de la Iglesia. Si bien la Sede Apostólica siempre ha aprobado con total generosidad esta devoción, no se la reservó para sí misma, ni se la encomendó a algunos otros, sino que total y únicamente se la confió a la Orden de Predicadores para que fuese conservada y propagada del modo más apto y seguro. Por tanto se nos ha confiado un empeño de mucha trascendencia y al que la Iglesia ha dado mucha importancia. Dado que el Rosario ha sido encomendado a la Orden por manos de la Virgen María y por voluntad de los Romanos Pontífices con una decisión especial en cuanto a su jurisdicción y predicación, tenemos que estar muy atentos a no defraudar esta gran esperanza que la Iglesia puso en nosotros y debemos buscar con ahínco que esta devoción crezca cada vez más para el bien común de la misma Iglesia”.


CONCLUSIÓN
La reflexión de este breve florilegio de textos sobre el Rosario nos impulsa a tomar conciencia de la responsabilidad que nos ennoblece, por ser miembros de una Orden, que es heredera de un tan rico patrimonio espiritual como el Rosario.
Es justo recordar a los hijos de santo Domingo, por tradición, custodios y propagadores de tan saludable devoción”- Pablo VI, Marialis Cultus, 43-.
Y Juan Pablo II nos dice en el “Rosario de la Virgen María”- No. 43-:
La historia del Rosario muestra cómo esta oración ha sido utilizada especialmente por los dominicos en un momento difícil para la Iglesia, a causa de la difusión de la herejía. Hoy estamos ante nuevos desafíos. ¿ Por qué no volver a tomar en la mano las cuentas del Rosario con la fe de los que nos han precedido? El Rosario conserva toda su fuerza y sigue siendo un recurso importante en el bagaje pastoral de todo buen evangelizador”.
Antes ya había expresado: “El Rosario, comprendido en su pleno significado, conduce al corazón mismo de la vida cristiana y ofrece una oportunidad ordinaria y fecunda espiritual y pedagógicamente, para la contemplación personal, la formación del pueblo de Dios y la nueva evangelización”- No. 3-.
El P. Alberto Colunga- tan innovador en los estudios bíblicos-, allá por los años cincuenta, predicó a la Comunidad del Estudio General de Valencia los ejercicios espirituales, estando presentes nuestros mejores profesores-Maestros en Sagrada Teología, como los Padres Emilio Sauras y Marceliano Llamera... Y consistió su predicación en ir explicándonos los misterios del Santo Rosario. Nos decía que se daría por muy satisfecho, conque aquellos ejercicios contribuyeran a lograr una mayor estima y devoción del Rosario.
El P. Alberto Cassut, Promotor del Rosario en toda la Orden, citaba en IDI estas proféticas palabras de Fray Antonio Monroy – 59 Maestro de nuestra Orden: “El Rosario es la flor más bella de nuestra Orden. Si se marchitara vendría a menos al mismo tiempo la belleza y esplendor de nuestro Instituto. En cambio, cuando ésta revive atrae sobre nosotros el rocío del cielo, comunica a nuestro tronco un aroma de gracia, y le hace producir frutos de virtud y de buena fama”- IDI, 1984, p 164-.


Papa Francisco: "el Rosario acompaña mi vida"



«El Rosario es la oración que acompaña siempre mi vida; es también la oración de los simples y de los santos… es la oración de mi corazón». Estas palabras, escritas a mano y fechadas, significativamente, el 13 de mayo de 2014 (Fiesta de la Virgen de Fátima), son la invitación a la lectura que Papa Francisco redactó para el libro «Il Rosario. Preghiera del cuore» (edizioni Shalom, pp. 210, 5 euro), escrito por el sacerdote de rito copto católico Yoannis Lahzi Gaid, que ya desde hace algunos meses trabaja en la secretaría particular del Pontífice.


El libro del padre Yoannis fue publicado en árabe hace algunos años y, a pesar de que los coptos católicos representen una pequeña comunidad, se imprimieron 130 mil ejemplares. Ahora, la editorial Shalom lo publica en italiano, añadiendo las palabras de Francisco y algunos pasajes de los discursos en los que Bergoglio habla sobre María. La peculiadridad del libro del padre Yoannis (en el que se incluyen la estructura de la tradicional oración mariana, todas las fórmulas y las oraciones, los misterios con los textos evangélicos y el comentario) radica en que ofrece la posibilidad para rezar el Rosario teniendo en cuenta tanto la tradición oriental como la tradición occidental. El lector, pues, podrá encontrar en estas páginas los textos y las oraciones de la liturgia oriental.


Las palabras iniciales de la edición italiana no sorprenden a los que se han ido acostumbrando a conocer al Papa mediante sus gestos y palabras. Ya se han convertido en una costumbre las visitas a la Salus Populi Romani, el ícono mariano venerado en la Basílica de Santa María Mayor (Francisco la visita para rezar antes y después de cada viaje internacional); también es conocida su devoción por la Virgen desatanudos, imagen de origen alemán que él mismo importó a Argentina.


En cuanto al Rosario, en marzo de este año, al recordar ante los micrófonos de la Radio Vaticana el primer año de Pontificado, monseñor Alfred Xuereb (que hoy es ex-secretario del Papa) dijo sobre el Pontífice: «¡No pierde ni un minuto! Trabaja infatigablemente. Y, cuando siente la necesidad de tomarse un momento de pausa, no cierra los ojos y deja de hacer cosas: se sienta y reza el Rosario. Creo que reza, por lo menos, tres Rosarios al día. Y me dijo: “Esto me ayuda a relajarme”. Y luego retoma el trabajo». 


Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA CUARESMA 2014
Se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cfr. 2 Cor 8, 9)

Queridos hermanos y hermanas:

Con ocasión de la Cuaresma os propongo algunas reflexiones, a fin de que os sirvan para el camino personal y comunitario de conversión. Comienzo recordando las palabras de san Pablo: «Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8, 9). El Apóstol se dirige a los cristianos de Corinto para alentarlos a ser generosos y ayudar a los fieles de Jerusalén que pasan necesidad. ¿Qué nos dicen, a los cristianos de hoy, estas palabras de san Pablo? ¿Qué nos dice hoy, a nosotros, la invitación a la pobreza, a una vida pobre en sentido evangélico?

La gracia de Cristo
Ante todo, nos dicen cuál es el estilo de Dios. Dios no se revela mediante el poder y la riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y la pobreza: «Siendo rico, se hizo pobre por vosotros…». Cristo, el Hijo eterno de Dios, igual al Padre en poder y gloria, se hizo pobre; descendió en medio de nosotros, se acercó a cada uno de nosotros; se desnudó, se “vació”, para ser en todo semejante a nosotros (cfr. Flp 2, 7; Heb 4, 15). ¡Qué gran misterio la encarnación de Dios! La razón de todo esto es el amor divino, un amor que es gracia, generosidad, deseo de proximidad, y que no duda en darse y sacrificarse por las criaturas a las que ama. La caridad, el amor es compartir en todo la suerte del amado. El amor nos hace semejantes, crea igualdad, derriba los muros y las distancias. Y Dios hizo esto con nosotros. Jesús, en efecto, «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22).

La finalidad de Jesús al hacerse pobre no es la pobreza en sí misma, sino —dice san Pablo— «...para enriqueceros con su pobreza». No se trata de un juego de palabras ni de una expresión para causar sensación. Al contrario, es una síntesis de la lógica de Dios, la lógica del amor, la lógica de la Encarnación y la Cruz. Dios no hizo caer sobre nosotros la salvación desde lo alto, como la limosna de quien da parte de lo que para él es superfluo con aparente piedad filantrópica. ¡El amor de Cristo no es esto! Cuando Jesús entra en las aguas del Jordán y se hace bautizar por Juan el Bautista, no lo hace porque necesita penitencia, conversión; lo hace para estar en medio de la gente, necesitada de perdón, entre nosotros, pecadores, y cargar con el peso de nuestros pecados. Este es el camino que ha elegido para consolarnos, salvarnos, liberarnos de nuestra miseria. Nos sorprende que el Apóstol diga que fuimos liberados no por medio de la riqueza de Cristo, sino por medio de su pobreza. Y, sin embargo, san Pablo conoce bien la «riqueza insondable de Cristo» (Ef 3, 8), «heredero de todo» (Heb 1, 2).

¿Qué es, pues, esta pobreza con la que Jesús nos libera y nos enriquece? Es precisamente su modo de amarnos, de estar cerca de nosotros, como el buen samaritano que se acerca a ese hombre que todos habían abandonado medio muerto al borde del camino (cfr. Lc 10, 25ss). Lo que nos da verdadera libertad, verdadera salvación y verdadera felicidad es su amor lleno de compasión, de ternura, que quiere compartir con nosotros. La pobreza de Cristo que nos enriquece consiste en el hecho que se hizo carne, cargó con nuestras debilidades y nuestros pecados, comunicándonos la misericordia infinita de Dios. La pobreza de Cristo es la mayor riqueza: la riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su voluntad y su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente amado por sus padres y los ama, sin dudar ni un instante de su amor y su ternura. La riqueza de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo, su relación única con el Padre es la prerrogativa soberana de este Mesías pobre. Cuando Jesús nos invita a tomar su “yugo llevadero”, nos invita a enriquecernos con esta “rica pobreza” y “pobre riqueza” suyas, a compartir con Él su espíritu filial y fraterno, a convertirnos en hijos en el Hijo, hermanos en el Hermano Primogénito (cfr Rom 8, 29).
Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos (L. Bloy); podríamos decir también que hay una única verdadera miseria: no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo.

Nuestro testimonio
Podríamos pensar que este “camino” de la pobreza fue el de Jesús, mientras que nosotros, que venimos después de Él, podemos salvar el mundo con los medios humanos adecuados. No es así. En toda época y en todo lugar, Dios sigue salvando a los hombres y salvando el mundo mediante la pobreza de Cristo, el cual se hace pobre en los Sacramentos, en la Palabra y en su Iglesia, que es un pueblo de pobres. La riqueza de Dios no puede pasar a través de nuestra riqueza, sino siempre y solamente a través de nuestra pobreza, personal y comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo.
A imitación de nuestro Maestro, los cristianos estamos llamados a mirar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y a realizar obras concretas a fin de aliviarlas. La miseria no coincide con la pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin esperanza. Podemos distinguir tres tipos de miseria: la miseria material, la miseria moral y la miseria espiritual. La miseria material es la que habitualmente llamamos pobreza y toca a cuantos viven en una condición que no es digna de la persona humana: privados de sus derechos fundamentales y de los bienes de primera necesidad como la comida, el agua, las condiciones higiénicas, el trabajo, la posibilidad de desarrollo y de crecimiento cultural. Frente a esta miseria la Iglesia ofrece su servicio, su diakonia, para responder a las necesidades y curar estas heridas que desfiguran el rostro de la humanidad. En los pobres y en los últimos vemos el rostro de Cristo; amando y ayudando a los pobres amamos y servimos a Cristo. Nuestros esfuerzos se orientan asimismo a encontrar el modo de que cesen en el mundo las violaciones de la dignidad humana, las discriminaciones y los abusos, que, en tantos casos, son el origen de la miseria. Cuando el poder, el lujo y el dinero se convierten en ídolos, se anteponen a la exigencia de una distribución justa de las riquezas. Por tanto, es necesario que las conciencias se conviertan a la justicia, a la igualdad, a la sobriedad y al compartir.
No es menos preocupante la miseria moral, que consiste en convertirse en esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven angustiadas porque alguno de sus miembros —a menudo joven— tiene dependencia del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía! ¡Cuántas personas han perdido el sentido de la vida, están privadas de perspectivas para el futuro y han perdido la esperanza! Y cuántas personas se ven obligadas a vivir esta miseria por condiciones sociales injustas, por falta de un trabajo, lo cual les priva de la dignidad que da llevar el pan a casa, por falta de igualdad respecto de los derechos a la educación y la salud. En estos casos la miseria moral bien podría llamarse casi suicidio incipiente. Esta forma de miseria, que también es causa de ruina económica, siempre va unida a la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos por un camino de fracaso. Dios es el único que verdaderamente salva y libera.

El Evangelio es el verdadero antídoto contra la miseria espiritual: en cada ambiente el cristiano está llamado a llevar el anuncio liberador de que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más grande que nuestro pecado y nos ama gratuitamente, siempre, y que estamos hechos para la comunión y para la vida eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar con gozo este mensaje de misericordia y de esperanza! Es hermoso experimentar la alegría de extender esta buena nueva, de compartir el tesoro que se nos ha confiado, para consolar los corazones afligidos y dar esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos en el vacío. Se trata de seguir e imitar a Jesús, que fue en busca de los pobres y los pecadores como el pastor con la oveja perdida, y lo hizo lleno de amor. Unidos a Él, podemos abrir con valentía nuevos caminos de evangelización y promoción humana.
Queridos hermanos y hermanas, que este tiempo de Cuaresma encuentre a toda la Iglesia dispuesta y solícita a la hora de testimoniar a cuantos viven en la miseria material, moral y espiritual el mensaje evangélico, que se resume en el anuncio del amor del Padre misericordioso, listo para abrazar en Cristo a cada persona. Podremos hacerlo en la medida en que nos conformemos a Cristo, que se hizo pobre y nos enriqueció con su pobreza. La Cuaresma es un tiempo adecuado para despojarse; y nos hará bien preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer a otros con nuestra pobreza. No olvidemos que la verdadera pobreza duele: no sería válido un despojo sin esta dimensión penitencial. Desconfío de la limosna que no cuesta y no duele.
Que el Espíritu Santo, gracias al cual «[somos] como pobres, pero que enriquecen a muchos; como necesitados, pero poseyéndolo todo» (2 Cor 6, 10), sostenga nuestros propósitos y fortalezca en nosotros la atención y la responsabilidad ante la miseria humana, para que seamos misericordiosos y agentes de misericordia. Con este deseo, aseguro mi oración por todos los creyentes. Que cada comunidad eclesial recorra provechosamente el camino cuaresmal. Os pido que recéis por mí. Que el Señor os bendiga y la Virgen os guarde.

Vaticano, 26 de diciembre de 2013
Fiesta de San Esteban, diácono y protomártir

FRANCISCO

Carta del Maestro de la Orden sobre los Laicos Dominicos





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FRATRES ORDINIS PRÆDICATORUM
CURIA GENERALITIA
 Roma, 22 de diciembre de 2013

 Novena del Jubileo de la Orden (2014)
El laicado dominicano y la predicación

 “Derramaré mi Espíritu en toda carne;
y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán,
vuestros ancianos soñarán sueños,
vuestros jóvenes verán visiones” (Jl 3,1)




Queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría escribo esta carta, en el aniversario de la confirmación de la Orden, para abrir el año de la novena del Jubileo consagrado al tema “El laicado dominicano y la predicación”. Este año se inicia poco tiempo después de la conclusión del Año de la fe, inaugurado por el Papa Benedicto XVI mientras presidía el Sínodo sobre la nueva evangelización y la trasmisión de la fe (dentro del cual se conmemoró la apertura del Concilio Vaticano II) y concluido por el Papa Francisco, con la promulgación de la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium.

 De este modo, se nos invita a dirigir nuestra atención hacia los laicos dominicos, en un contexto en el que la Orden de los Predicadores está llamada a acoger estas múltiples invitaciones a una renovación del celo por la evangelización. El pasado capítulo general de los frailes escogió como tema para la celebración del Jubileo, este lema tan sencillo como radical: “Enviados para predicar el Evangelio”. Este lema hace eco del envío de los primeros frailes como predicadores al servicio de la Iglesia, totalmente dedicados a evangelizar con la Palabra de Dios. El lema es sencillo, porque dirige toda nuestra atención hacia lo central del servicio que la Iglesia espera de la Orden: anunciar el Evangelio. El lema es radical, porque, más allá de todas las dificultades que unos u otros pueden encontrar y más allá de las incertidumbres que podamos tener respecto a lo que debemos ser o hacer, nos recuerda que debemos, ante todo y por encima de todo, estar abiertos a ese «envío» del cual proviene nuestra identidad. Hoy en día, quizás más que nunca, el tema de los laicos dominicos debe ayudarnos a descubrir que a todos nosotros, como miembros de la familia dominicana, se nos envía juntos para servir dentro de la conversación de Dios con el mundo, anunciando el Evangelio de la paz.

 Una « comunión dominicana » enviada a predicar el Evangelio

Evidentemente, las cosas han evolucionado desde los tiempos del comienzo de la Orden. La Iglesia, por ejemplo, ha continuado reflexionando sobre la predicación. También ha seguido reflexionando sobre los laicos y su rol esencial en el testimonio y el anuncio del Evangelio. El Concilio Vaticano II fue un momento particularmente importante para ello. Igualmente, continúa la reflexión, basada en experiencias concretas, sobre el modo en que los laicos pueden ser parte integrante de las órdenes y congregaciones, de nuevas comunidades y tradiciones de vida espiritual. El punto común de todo esto reside en una convicción fuerte que Pablo VI enfatizó durante el Concilio: la Iglesia se convierte en lo que ella misma es, en la medida en que se hace, en el mundo, verdaderamente conversación, es decir en la medida en que, anunciando el Evangelio en el mundo, ella desea ser testimonio de que el Dios de la revelación bíblica viene, en Jesús, al encuentro de la humanidad para conversar con ella.

Yo tuve la suerte, hace ya muchos años, de participar en Haití en la vida de una parroquia en el momento en el que nacían pequeñas comunidades eclesiales llamadas «fraternidades». En otras parroquias, el nombre se transformó luego en « Ti Legliz » (pequeñas Iglesias). Los dos términos nos recordaban que “fraternidad” era el nombre con el cual, en los primeros siglos, se designaba a las asambleas de la Iglesia. La fraternidad, en la que se entretejen conjuntamente el compartir de la fe y el devenir humano de cada uno, era también el crisol del testimonio y de la misión. Por eso, se le designaba como el sello del certificado de nacimiento de la Iglesia…

 Aunque es cierto que las cosas han cambiado desde los tiempos del comienzo de la Orden, sin embargo percibimos ciertas analogías que nos recuerdan aquello que encendió en Diego y en Domingo el fuego de la predicación: los cambios radicales en el modo de vivir de la Iglesia causados por las mutaciones de la sociedad feudal, la emergencia de nuevos conocimientos y de nuevas maneras de acceder a los mismos, los cambios profundos de la organización de las sociedades y de las ciudades.

En medio de estos cambios, nacieron grupos de laicos que invitaban a la Iglesia a ponerse en movimiento, a aventurarse fuera de las estructuras demasiado establecidas y demasiado rígidas para evitar el riesgo de ahogar el soplo recibido. Estos «pobres», estos «humildes» escogían una vida que unía una presencia humilde en el mundo, una palabra autentica y viva predicada como una buena nueva y una cierta radicalidad en su modo de vida. Los animaba la intuición de que la radicalidad por el Evangelio, vivida en una humanidad plena, era la mejor vía para «interpretar» la Palabra y manifestar la presencia de Aquel que viene para la salvación del mundo. Entre estos grupos de laicos, algunos recibieron del Papa Inocencio III la posibilidad de realizar una predicación itinerante y mendicante. Las «Terceras Ordenes» de mendicantes fueron, de una u otra manera, herederas de estos movimientos que se deben distinguir de las intuiciones de vida religiosa.

En esta efervescencia de una Iglesia que busca encontrar de nuevo el vigor de su autenticidad nació la “Santa Predicación de Prulla”, cuando algunos laicos se unieron a la aventura incipiente de Domingo. Al releer estos tiempos de los comienzos, no puedo dejar de pensar que cuando Domingo recibió a las primeras hermanas convertidas que vinieron a ponerse bajo su protección y luego a Ermengarda Godoline y su esposo Sancho Gasc (8 de agosto de 1207), comenzó a soñar con esta aventura, a imagen del grupo del que habla San Lucas en su Evangelio y que acompañaba a Jesús mientras “pasaba por las ciudades y pueblos proclamando el Reino de Dios” (Lc 8, 1-3). Este breve pasaje del Evangelio según San Lucas que describe a Jesús predicador está en el corazón de los capítulos 7 al 10. A la luz de estos textos, también nosotros podemos alegrarnos de ser «enviados a predicar el Evangelio» según el modo de la fraternidad. Siguiendo los pasos de la «Santa Predicación», se nos envía como una familia a predicar el Evangelio. Por eso, la noción de «familia dominicana» no es sólo una manera de expresar las convergencias entre varios grupos que tienen un mismo propósito. Ella expresa un modo de evangelización y, en este sentido, los laicos dominicos nos recuerdan esta exigencia fundada en el Evangelio.  

La unidad de nuestra Orden nace de su misión de evangelización: los laicos, hermanas y frailes de la Orden somos miembros de una misma familia que recibe su identidad del hecho de ser enviada a predicar el Evangelio, dando testimonio de un Dios que viene a dialogar con el mundo. Más aún, podríamos decir que la identidad «dominicana» es la de una familia (la de una «comunión») constituida por el vínculo orgánico entre evangelización y contemplación de aquella verdad que es la Palabra viva que vino a este mundo. Es lo que nosotros tratamos de vivir bajo tres modalidades: la oración, el estudio y la fraternidad, de manera específica según el estado de vida de cada uno. En el Evangelio según San Lucas citado más arriba, el envío de los Doce, y luego de los setenta y dos, se inscribe en esta dinámica en la que Jesús se revela como la Palabra que cumple la promesa y da la vida, la Palabra que hay que escuchar y poner en práctica, la Palabra que reúne a los hermanos. Al recomendar a los Predicadores, el Papa Honorio los presentaba como totalmente dedicados a la evangelización a través de la Palabra de Dios. Esta consagración a la Palabra, por la predicación y por la contemplación («Conságralos en la verdad: tu Palabra es la verdad» Jn 17, 17), permite nuestra unidad. En esta perspectiva, la dimensión de unidad de la familia dominicana es esencial porque ella está ligada a la misión de predicación del Reino (la continuación de la oración del Hijo al Padre, en el Evangelio según san Juan, es explícita, y evoca el envío al mundo y pide la unidad: Jn 17, 18-23).

Es evidente que la Orden de los Predicadores no tiene el monopolio de la predicación ni de la evangelización en la Iglesia, pero me parece que su «confirmación» hace casi ocho siglos la ordena, como «Santa Predicación», a servir el carisma de la predicación en la Iglesia. Es decir, a servir esta dimensión esencial de la Iglesia según la cual esta última se constituye y es establecida por la gracia del Espíritu de Cristo. Este servicio no toma solamente la forma del acto de predicar o de evangelizar sino que además, por el hecho mismo de constituir una familia unida por la predicación, la Orden recuerda en el seno de la Iglesia que la evangelización contribuye a establecer la Iglesia como fraternidad y comunión.

 Conversación y comunión

Quiero proponer que recibamos el tema de este año: « El laicado dominicano y la predicación » a la luz de estas tres evocaciones (de la Iglesia fraternidad, de los comienzos de la Santa Predicación de la Orden y de la unidad de la familia dominicana) y que hagamos de este tema la inspiración de nuestra reflexión. La reflexión precedente nos habrá hecho percibir que la formulación de este tema abre horizontes muy amplios para comprender mejor cómo el compromiso de los laicos en la familia dominicana es determinante para la misión de predicación de la Orden.

 «A los laicos les corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento» (Lumen Gentium, 31). Dentro de esta perspectiva general, la expresión «laicos dominicos» permite constatar una cierta diversidad entre aquellos hombres y mujeres que hoy en día desean, por la gracia de su bautismo, participar en la misión de Cristo y «hacer brillar la presencia de Cristo en el corazón de la humanidad» (Prologo de la Regla de 1968), siguiendo las enseñanzas de Santo Domingo. Todos, como laicos, tienen «la noble obligación de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra» (Decreto sobre el apostolado de los laicos, § 3). Y todos son invitados a hacerlo contribuyendo a la constitución de esta «familia» dominicana enviada a predicar el Evangelio.

Como laicos dominicos, « siguen fielmente su vocación, se esfuerzan por dejarse penetrar por el espíritu de Santo Domingo: por medio de la contemplación asidua de Dios, unida a la oración y al estudio, alimentarán una fe firme; darán testimonio de la misma con fuerza, cada uno según su propia gracia y condición, para iluminar a los fieles que comparten su fe y a los hombres privados de la luz de Cristo. Así, gracias a ellos, la Orden tiene la posibilidad de alcanzar más plenamente su fin. Ellos se aplicarán a reconocer y compartir las miserias de los hombres, sus angustias y sus aspiraciones.
Guiados por la luz del Evangelio, según el espíritu de la Iglesia, en unión con los hombres de buena voluntad, ellos fomentarán, por el apostolado de la verdad, todo lo que verdadero, justo y santo, y se esforzarán por ayudar a todos los hombres, en la medida de lo posible, con un espíritu de alegría y de sincera libertad» (Prólogo de la Regla de 1968).

Entre estos laicos dominicos, los miembros de las fraternidades laicales dominicanas tienen un lugar privilegiado, puesto que hacen la opción de comprometer toda su vida por medio de la promesa de contribuir a la misión de Cristo participando de modo específico como miembros de la Orden. Ellos inscriben su compromiso con la Palabra viva no sólo en su vida de bautizados, sino también buscando un equilibrio en su vida y en sus diferentes responsabilidades para que sean una «predicación», un servicio a la conversación de Dios con el mundo. Al mismo tiempo, ellos inscriben en la vida de la Orden la exigencia de orientar la predicación de la Palabra a la constitución de la Iglesia de Cristo por medio de la búsqueda de la comunión y de la unidad. Sabemos que en la actualidad es necesario reflexionar sobre la diversidad existente al interior de estas fraternidades para buscar juntos el modo de aceptar, promover y conjugar cada vez más dicha diversidad, buscando reunirla en el testimonio concreto de una vida laica que desea ser predicación.

Existen también otros modos según los cuales los laicos deciden participar en esta misión y pertenecer a la «familia dominicana», sin que su compromiso sea bajo la misma forma: laicos asociados a numerosas congregaciones de hermanas, a un determinado convento o a una obra dominicana especifica; herederos de las «milicias» medievales; miembros del Movimiento Juvenil Dominicano Internacional; Voluntarios Dominicos; miembros de las Fraternidades Lataste y de los movimientos que se inspiran de su intuición de Betania. Cada uno de estos grupos tiene un modo propio de compromiso con la familia dominicana.

Y, como en toda familia, también están los amigos que, sin haber hecho la opción explícita de una pertenencia, comparten la misión, por medio de una colaboración profesional que quiere arraigarse en el espíritu de Santo Domingo (por ejemplo los profesionales de la enseñanza, de la edición, de la comunicación), o por medio de opciones de evangelización (como es el caso, por ejemplo, de numerosos laicos comprometidos en la misión de predicar el Rosario en la tradición dominicana). La noción de familia dominicana, de comunión dominicana, permite reunir todas estas dimensiones, con las monjas, los frailes, las hermanas de vida apostólica, los miembros de los institutos seculares y de las fraternidades sacerdotales, en nombre de la evangelización, misión común por el Reino, en el respeto y la autonomía de la vocación propia de cada uno (cf. Documento de Bolonia).

 Esta diversidad es importante para explicar el sentido del vínculo entre los laicos dominicos y la predicación. Debemos señalar que entendemos el término «predicación» en el sentido más amplio, aun teniendo en cuenta la especificidad de la predicación de la homilía durante la liturgia, definida por la disciplina de la Iglesia. «¡Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán!». Evangelizar con la Palabra de Dios, proclamar el Reino de Dios, anunciar el Evangelio, predicar el Evangelio de la paz, difundir la presencia de Cristo… todas estas expresiones hacen eco de la profecía de Joel: todos, profetizarán, hablarán «de parte de Dios». Los términos del Concilio Vaticano II expresan claramente la especificidad de la vocación laical a la evangelización y en esta misma línea hay que situar el vínculo de los laicos dominicos con la misión de servicio de la predicación propia de la Orden. Esta especificidad es bivalente. Ella proviene de los ambientes específicos en los cuales viven y testimonian los laicos dominicos y en los cuales, por su servicio de evangelización, ellos permiten que la Orden lleve a cabo su misión, que «alcance más plenamente su finalidad». Pero ella proviene también su aporte a la Orden y a la comunión dominicana. Esta es otra manera, complementaria, de contribuir al cumplimiento de la misión de la Orden. Fueron las mujeres convertidas quienes hicieron tomar consciencia a Domingo de la necesidad de protegerlas. Fueron los primeros pobres valdenses quienes pusieron en evidencia cómo el testimonio de la radicalidad era portador de un testimonio evangélico.

 Me parece que los laicos dominicos pueden permitir que la predicación de la Orden alcance más plenamente su finalidad por el hecho mismo de la realidad de la vida laica, y esto de varias maneras.

Al igual que con los frailes y las hermanas de la Orden, la predicación de los laicos dominicos se arraiga de modo concreto en la experiencia de la vida. Es por eso que la riqueza de su contribución específica a la predicación de la Orden viene de su experiencia de vida familiar y profesional, su experiencia de paternidad, su experiencia de vida de Iglesia, la experiencia de ser joven en las sociedades contemporáneas, la experiencia singular del bautizado que debe dar cuenta de su fe en medio de una familia o de un grupo de amigos a los cuales está cotidianamente y afectivamente ligado pero que sin embargo no comparten la misma fe y a menudo, no manifiestan ningún deseo de compartirla… Ellos viven de un modo particular la dificultad del testimonio de la fe: en muchos de los lugares del mundo contemporáneo, la situación habitual de un laico lo confronta a la indiferencia, al escepticismo y a la incredulidad, de un modo bien diferente al de los religiosos, y esto debe enriquecer la predicación del conjunto de la Orden. Así mismo, a través de las actividades de su vida profesional, familiar o militante, un laico experimenta cómo las exigencias cristianas de fraternidad y de verdad según las cuales él busca contribuir a la transformación del mundo son una predicación esencial propia de su estado, que se conjuga con la predicación del conjunto de la «familia de los predicadores».

A través de todas estas experiencias, se vive la experiencia de Dios, de su presencia, de su Palabra, de su Providencia… Hablar de parte de Dios, es dejar que el soplo de Dios inspire nuestras palabras humanas de modo que ellas testimonien la presencia y la «vida con nosotros» de Aquel más grande que todos nosotros. Pero es también dejar que se grabe en nosotros, en lo más profundo de nuestras propias experiencias, un eco misterioso de la experiencia de la condición humana, que Dios mismo ha querido hacer en su Hijo,. Se comprende fácilmente que la complementariedad entre la predicación de los laicos y la de los frailes o de las hermanas, comprometidos en la familia dominicana bajo la forma de la vida consagrada, es una consecuencia de la complementariedad de la experiencia de la vida humana. Desde este punto de vista es importante subrayar que una de las tareas de la familia dominicana es organizarse de tal modo que estas múltiples experiencias (y no solamente las acciones concretas de evangelización) entren en diálogo y se enseñen recíprocamente la presencia y la providencia de Dios. Me parece que muy a menudo damos por sentado que prestamos mutua atención a lo que constituye la singularidad de la experiencia de ser dominico hoy en los distintos estados de vida, que nosotros conocemos el modo de vida de los otros miembros de la familia… En el fondo, quizás con demasiada frecuencia, consideramos que es posible construir nuestra «familia», haciendo caso omiso de aquello que constituye el fundamento mismo de la predicación y que es el lugar fundamental de la obra de la gracia en cada uno. Para servir a la conversación de Dios con la humanidad, hay que tomarse el tiempo y buscar los medios para escuchar los ecos de las múltiples conversaciones que Él tiene en este mundo.

A partir de estas observaciones, podemos decir que los laicos dominicos enriquecen día tras día la manera en que la Orden debe aprender a «amar el mundo» al cual es enviada a predicar, no solamente contando con agudos y pertinentes análisis del mundo, sino haciéndose vulnerable a las distintas experiencias del mundo que tienen los miembros de la familia dominicana. Haciendo esto, por lo demás, la Orden en su diversidad aprenderá también a dejarse marcar por las diferentes interpretaciones de la Palabra que nacen del corazón de estas experiencias. Con la Biblia en una mano y el periódico en la otra, como les gustaba decir a algunos de nuestros mayores. La experiencia compartida enriquece más aún esta actitud. A partir de esta toma de consciencia toda la Orden podrá reforzar cada vez más su convicción de que uno de los primeros deberes del anuncio del Evangelio es permitir a cada uno de sus interlocutores percibir su propio lugar en este Reino anunciado, descubrir la responsabilidad propia que puede asumir al aceptar, a su vez, ser enviado. En el seno de la Orden, los laicos dominicos tienen la tarea de recordar a los otros miembros esta primera evidencia: los laicos en la Iglesia no son, ante todo, destinatarios de la predicación, de la evangelización y de la pastoral, sino que son personas llamadas a ser los actores de las mismas.

 En la comunión, renovar el celo por la evangelización

La Iglesia, bastante recientemente, ha establecido la noción de « familia espiritual », que corresponde a lo que se ha denominado « nuevas comunidades ». En cierto modo, si no fuese por el temor de ser anacrónico, podríamos atrevernos a decir que la « Santa Predicación » de los comienzos habría respondido a esta definición y que la «familia dominicana» es hoy la realización de la misma.

Hay una urgencia actualmente en la Iglesia, este mensaje ya se repite hasta la saciedad, de renovar su celo por la evangelización, es decir, de fortalecerse a sí misma y extenderse por el poder y la gracia de la evangelización. Y para esto, es urgente que la iniciativa de la evangelización no sea percibida sólo como el fruto de las instancia clericales de la Iglesia, sino más bien el fruto de una iniciativa común por la cual la Iglesia en su conjunto se implica y compromete lo esencial de lo que ella es, lanzándose al encuentro de sus contemporáneos. Así, para llegar a ser lo que ella esencialmente es, la Iglesia tiene necesidad del compromiso de todos para dar el Evangelio al mundo. ¿Cómo no percibir esta urgencia para nuestra misma Orden? Como “servidora del carisma de la predicación”, la Orden de los predicadores tiene el deber de promover el carisma de los laicos para la evangelización, y de manifestar que lo que está en juego es la constitución misma de la Iglesia, por medio de la integración de los laicos dominicos en una sola comunión dominicana. Pero entonces, en la Orden como quizás en la Iglesia, es urgente considerar que los horizontes de la evangelización ya no pueden ser definidos sin una sólida conversación entre todos, laicos, ministros y personas consagradas, prestando una atención particular a la experiencia y al deseo misionero de los laicos.

 Varios elementos me parecen determinantes en la contribución específica de los laicos dominicos a esta renovación del celo por la evangelización del conjunto de la familia dominicana.

Ante todo, aún a riesgo de repetir una banalidad, los laicos recuerdan a todos que una intuición evangélica como la de Domingo no puede ser reducida a su traducción en la vida consagrada. Existe siempre un riesgo, en una familia espiritual, de dejar que se establezcan distinciones, de las que implícitamente, se podrían deducir falsas jerarquías: consagrados o no consagrados; sacerdotes o no; hombres o mujeres; jóvenes o viejos. Debemos, entre nosotros, tener la sencillez, y sin duda, el valor, de hacer frente a esta tentación y de remediarla. Éste es el precio para poder poner, del mejor modo posible, el carisma de la predicación al servicio de una Iglesia fraternidad. Es también escuchando a los laicos dominicos hablar de los gozos, pero también de las dificultades que ellos viven en sus compromisos eclesiales, descubriendo bastante a menudo, que si el apoyo de los laicos es, en general, vivamente deseado, sus iniciativas, su formación teológica, sus saberes teóricos y prácticos, su experiencia humana no recibe siempre la acogida que sería deseable. Como si hubiera dos pesos y dos medidas en el espacio dado a la palabra de cada uno en la conversación eclesial.

 Insistir en el compromiso de los laicos dominicos en la predicación significa también, en la tradición de la Orden, insistir en la exigencia del estudio. En efecto, como decía al comienzo, la predicación debe encontrar su propia fuente en el equilibrio entre las tres formas de contemplación que son la oración, el estudio y la vida fraterna. Anunciar la Palabra, escuchas las aspiraciones del mundo contemporáneo a la verdad, tratar de establecer las mejores condiciones posibles para un diálogo con las culturas y los nuevos conocimientos, exige la ascesis del estudio. La Orden no debe nunca dejar de ser una «estudiante», para que el testimonio y las palabras de fe encuentren en el estudio y en el conocimiento de la tradición de la Iglesia, el rigor y la objetividad que abran a los interlocutores verdaderos caminos de libertad sobre los cuales poder desplegar su propia inteligencia de la fe en la Iglesia.

 La diversidad de situaciones concretas en las cuales viven los laicos es también una riqueza muy grande para el conjunto de la familia dominicana. Ella permite en efecto no ceder a la facilidad con la cual podríamos representarnos las realidades humanas, personales, familiares y sociales de manera univoca, ni desde un punto de vista «teórico» que podría volverse normativo y reductor. Es en la experiencia concreta donde se plantean las cuestiones de vida de pareja, de educación de los hijos, de responsabilidad profesional, de precariedad del empleo, de nivel de vida económico, de compromiso político o social. Es también en lo concreto de la experiencia que se viven los duelos de un cónyuge o de un hijo, los momentos difíciles a veces de reorientación profesional, las etapas del paso a la jubilación, los dificultades de la vejez. Porque todas estas experiencias están, en su vida concreta, en dialogo con su compromiso en la predicación del Evangelio, los laicos dominicos aportan una contribución sin igual a la comprensión de la Palabra de Dios en el seno de la familia dominicana.

 La insistencia que la Iglesia pone hoy en la necesidad de una renovación de la evangelización está acompañada a menudo por la constatación de que la «secularización» representa un desafío mayor para el anuncio del Reino. Aquí también, hay que subrayar el carácter específico de las experiencias deesta secularización que tienen los laicos en su ambiente profesional, familiar o de amistades. ¡Cuántas veces escuchamos a los hermanos y hermanas laicos expresar la pena que sienten de ver a su familia alejarse en una cierta indiferencia de la fe, la soledad que sienten cuando les parece casi imposible expresar públicamente su fe en los ambientes en los que viven o trabajan, la incomprensión a la cual se ven confrontados cuando tratan de manifestar que no hay necesariamente contradicción entre la razón moderna, predominantemente científica y técnica, y las convicciones de fe y de valores! ¡Cuántas veces ellos expresan, en contextos culturales muy diversos, la dificultad de encontrar la justa actitud en el contexto actual de pluralismo religioso! Aquí los laicos dominicos pueden ayudar al conjunto de la familia dominicana a desplegar de manera creativa una predicación que mantenga juntos el testimonio comprensible y la palabra explícita.

 Considerando esta complementariedad, el compromiso de la familia dominicana en la misión común de evangelización podría establecer un cierto número de objetivos prioritarios. Corresponde evidentemente en primer lugar a cada «santa predicación» local identificar estas prioridades, teniendo en cuenta su realidad concreta, la cultura propia del país y de su historia eclesial específica. Pero me parece que una reflexión de los otros miembros de la familia dominicana junto a los laicos es particularmente necesaria hoy al considerar la renovación de la evangelización en las familias, en el mundo de la educación, la evangelización dirigida a los jóvenes. Debemos solicitar su experiencia de los conocimientos prácticos contemporáneos para definir mejor los desafíos del encuentro de evangelización con las culturas científicas y técnicas, así como con las nuevas redes sociales. Junto a ellos, y probablemente dando una atención prioritaria a su experiencia, se trata de familiarizarnos con la secularización en cuanto ella perturba las costumbres de reconocimiento de la Iglesia, pero también en cuanto ella abre nuevos caminos de libertad a la evangelización.

En esta época de llamada a renovar la evangelización, me parece que la Orden de los Predicadores está especialmente invitada a integrar en la dinámica de su misión una atención prioritaria a la promoción de la vocación laical de llevar el Evangelio al mundo. Sería una hermosa manera de servir hoy a la Iglesia. Para hacer esto, quisiera subrayar en particular ciertos medios que nosotros podríamos desarrollar. El espíritu en el cual los diversos grupos de laicos dominicos son llamados a vivir deber estar siempre impregnado de gozo, de libertad y de sencillez: en esta perspectiva nos orientan los documentos escritos para el laicado dominicano desde el Concilio. Las fraternidades laicales dominicanas tienen una responsabilidad eminente en el conjunto de la constelación de los diferentes grupos de laicos, porque ellas se comprometen a introducir, en una vida plenamente laica, el equilibrio entre todas las dimensiones de la tradición de Santo Domingo. Hay que velar para que las fraternidades ofrezcan esta posibilidad de vida, siguiendo la escuela de Santo Domingo, distinguiéndose deliberadamente de toda «contaminación por parte de la vida religiosa», evitando formalismos que conducirían a la esclerosis. Sin embargo, conviene también estar abiertos al surgimiento de otras formas de laicado en la familia, precisamente a causa de la diversidad de las experiencias evocadas más arriba. El desafío de la evangelización de los jóvenes nos llama ciertamente a promover, lo más posible, los grupos que podrán formar parte del Movimiento Juvenil Dominicano Internacional, no como grupos de «pastoral» con grupos de jóvenes, sino como grupos que se constituyen y se forman para ser grupos de jóvenes misioneros para los jóvenes (teniendo una particular atención hacia los jóvenes que no han recibido la fe, y hacia aquellos que viven muy distantes de los mundos donde se conservan en general las tradiciones espirituales). Durante este año, me parece importante que los otros miembros de la familia dominicana dediquen tiempo a escuchar, conocer y comprender mejor la vocación laica en el conjunto de la misión de la Orden, y puedan así participar todavía más en la promoción de esta vocación.

Si desarrollamos esta dinámica del laicado dominicano, esto nos comprometerá a promover en el seno de la Iglesia una reflexión sobre la actualidad de la vocación laical a la evangelización que concierne a todo bautizado, y también una reflexión sobre la contribución de las «comuniones laicales» que siguen tradiciones espirituales particulares al establecimiento de las comunidades eclesiales locales. Invito a todas las teólogas y los teólogos de la familia dominicana a ayudarnos en esta reflexión.

 Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán… Consagrar un año de la novena de preparación del Jubileo de la Orden al tema «El laicado dominicano y la predicación» puede ayudarnos a tomar una mayor conciencia del reto de ser «enviados a predicar el Evangelio» como familia dominicana. En el fondo, es una llamada a todos a arraigar cada vez más profundamente nuestro deseo de evangelización en el misterio de nuestro bautismo que nos llama a la edificación de la Iglesia en el mundo como sacramento de salvación. Invito a todas las comunidades de la Orden y todas las comunidades y grupos de la familia dominicana, a dedicar tiempo durante este año para profundizar todo esto. Y para hacerlo, las invito a aprovechar el tiempo de la cuaresma para dedicar cada semana un tiempo de « lectio divina » comunitaria a los textos de los cinco domingos de este año litúrgico, fundamentando nuevamente su comunión al recorrer el camino por el cual la Iglesia invita a los catecúmenos a nacer de nuevo por el gozo de evangelizar.


Fray Bruno Cadoré, O.P.


Maestro de la Orden de Predicadores