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FRATRES ORDINIS PRÆDICATORUM
CURIA GENERALITIA
Roma, 22 de diciembre de 2013
Novena del Jubileo
de la Orden (2014)
El laicado dominicano y la predicación
“Derramaré mi Espíritu en toda carne;
y
vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán,
vuestros
ancianos soñarán sueños,
vuestros
jóvenes verán visiones” (Jl 3,1)
Queridos hermanos y hermanas:
Con
gran alegría escribo esta carta, en el aniversario de la confirmación de la
Orden, para abrir el año de la novena del Jubileo consagrado al tema “El
laicado dominicano y la predicación”. Este año se inicia poco tiempo después de
la conclusión del Año de la fe, inaugurado por el Papa Benedicto XVI mientras
presidía el Sínodo sobre la nueva evangelización y la trasmisión de la fe
(dentro del cual se conmemoró la apertura del Concilio Vaticano II) y concluido
por el Papa Francisco, con la promulgación de la Exhortación Apostólica
Evangelii Gaudium.
De este modo, se nos invita a dirigir nuestra
atención hacia los laicos dominicos, en un contexto en el que la Orden de los
Predicadores está llamada a acoger estas múltiples invitaciones a una renovación
del celo por la evangelización. El pasado capítulo general de los frailes
escogió como tema para la celebración del Jubileo, este lema tan sencillo como
radical: “Enviados para predicar el Evangelio”. Este lema hace eco del envío de
los primeros frailes como predicadores al servicio de la Iglesia, totalmente
dedicados a evangelizar con la Palabra de Dios. El lema es sencillo, porque
dirige toda nuestra atención hacia lo central del servicio que la Iglesia
espera de la Orden: anunciar el Evangelio. El lema es radical, porque, más allá
de todas las dificultades que unos u otros pueden encontrar y más allá de las
incertidumbres que podamos tener respecto a lo que debemos ser o hacer, nos
recuerda que debemos, ante todo y por encima de todo, estar abiertos a ese
«envío» del cual proviene nuestra identidad. Hoy en día, quizás más que nunca,
el tema de los laicos dominicos debe ayudarnos a descubrir que a todos
nosotros, como miembros de la familia dominicana, se nos envía juntos para
servir dentro de la conversación de Dios con el mundo, anunciando el Evangelio
de la paz.
Una « comunión
dominicana » enviada a predicar el Evangelio
Evidentemente,
las cosas han evolucionado desde los tiempos del comienzo de la Orden. La Iglesia,
por ejemplo, ha continuado reflexionando sobre la predicación. También ha
seguido reflexionando sobre los laicos y su rol esencial en el testimonio y el
anuncio del Evangelio. El Concilio Vaticano II fue un momento particularmente
importante para ello. Igualmente, continúa la reflexión, basada en experiencias
concretas, sobre el modo en que los laicos pueden ser parte integrante de las
órdenes y congregaciones, de nuevas comunidades y tradiciones de vida
espiritual. El punto común de todo esto reside en una convicción fuerte que
Pablo VI enfatizó durante el Concilio: la Iglesia se convierte en lo que ella
misma es, en la medida en que se hace, en el mundo, verdaderamente
conversación, es decir en la medida en que, anunciando el Evangelio en el
mundo, ella desea ser testimonio de que el Dios de la revelación bíblica viene,
en Jesús, al encuentro de la humanidad para conversar con ella.
Yo
tuve la suerte, hace ya muchos años, de participar en Haití en la vida de una
parroquia en el momento en el que nacían pequeñas comunidades eclesiales
llamadas «fraternidades». En otras parroquias, el nombre se transformó luego en
« Ti Legliz » (pequeñas Iglesias). Los dos términos nos recordaban que
“fraternidad” era el nombre con el cual, en los primeros siglos, se designaba a
las asambleas de la Iglesia. La fraternidad, en la que se entretejen
conjuntamente el compartir de la fe y el devenir humano de cada uno, era
también el crisol del testimonio y de la misión. Por eso, se le designaba como
el sello del certificado de nacimiento de la Iglesia…
Aunque es cierto que las cosas han cambiado
desde los tiempos del comienzo de la Orden, sin embargo percibimos ciertas
analogías que nos recuerdan aquello que encendió en Diego y en Domingo el fuego
de la predicación: los cambios radicales en el modo de vivir de la Iglesia
causados por las mutaciones de la sociedad feudal, la emergencia de nuevos
conocimientos y de nuevas maneras de acceder a los mismos, los cambios
profundos de la organización de las sociedades y de las ciudades.
En
medio de estos cambios, nacieron grupos de laicos que invitaban a la Iglesia a
ponerse en movimiento, a aventurarse fuera de las estructuras demasiado
establecidas y demasiado rígidas para evitar el riesgo de ahogar el soplo
recibido. Estos «pobres», estos «humildes» escogían una vida que unía una
presencia humilde en el mundo, una palabra autentica y viva predicada como una
buena nueva y una cierta radicalidad en su modo de vida. Los animaba la intuición
de que la radicalidad por el Evangelio, vivida en una humanidad plena, era la
mejor vía para «interpretar» la Palabra y manifestar la presencia de Aquel que
viene para la salvación del mundo. Entre estos grupos de laicos, algunos
recibieron del Papa Inocencio III la posibilidad de realizar una predicación
itinerante y mendicante. Las «Terceras Ordenes» de mendicantes fueron, de una u
otra manera, herederas de estos movimientos que se deben distinguir de las
intuiciones de vida religiosa.
En
esta efervescencia de una Iglesia que busca encontrar de nuevo el vigor de su
autenticidad nació la “Santa Predicación de Prulla”, cuando algunos laicos se
unieron a la aventura incipiente de Domingo. Al releer estos tiempos de los
comienzos, no puedo dejar de pensar que cuando Domingo recibió a las primeras
hermanas convertidas que vinieron a ponerse bajo su protección y luego a Ermengarda
Godoline y su esposo Sancho Gasc (8 de agosto de 1207), comenzó a soñar con
esta aventura, a imagen del grupo del que habla San Lucas en su Evangelio y que
acompañaba a Jesús mientras “pasaba por las ciudades y pueblos proclamando el
Reino de Dios” (Lc 8, 1-3). Este breve pasaje del Evangelio según San Lucas que
describe a Jesús predicador está en el corazón de los capítulos 7 al 10. A la
luz de estos textos, también nosotros podemos alegrarnos de ser «enviados a predicar
el Evangelio» según el modo de la fraternidad. Siguiendo los pasos de la «Santa
Predicación», se nos envía como una familia a predicar el Evangelio. Por eso,
la noción de «familia dominicana» no es sólo una manera de expresar las
convergencias entre varios grupos que tienen un mismo propósito. Ella expresa
un modo de evangelización y, en este sentido, los laicos dominicos nos recuerdan
esta exigencia fundada en el Evangelio.
La
unidad de nuestra Orden nace de su misión de evangelización: los laicos,
hermanas y frailes de la Orden somos miembros de una misma familia que recibe
su identidad del hecho de ser enviada a predicar el Evangelio, dando testimonio
de un Dios que viene a dialogar con el mundo. Más aún, podríamos decir que la
identidad «dominicana» es la de una familia (la de una «comunión») constituida
por el vínculo orgánico entre evangelización y contemplación de aquella verdad
que es la Palabra viva que vino a este mundo. Es lo que nosotros tratamos de
vivir bajo tres modalidades: la oración, el estudio y la fraternidad, de manera
específica según el estado de vida de cada uno. En el Evangelio según San Lucas
citado más arriba, el envío de los Doce, y luego de los setenta y dos, se inscribe
en esta dinámica en la que Jesús se revela como la Palabra que cumple la
promesa y da la vida, la Palabra que hay que escuchar y poner en práctica, la
Palabra que reúne a los hermanos. Al recomendar a los Predicadores, el Papa
Honorio los presentaba como totalmente dedicados a la evangelización a través
de la Palabra de Dios. Esta consagración a la Palabra, por la predicación y por
la contemplación («Conságralos en la verdad: tu Palabra es la verdad» Jn 17,
17), permite nuestra unidad. En esta perspectiva, la dimensión de unidad de la
familia dominicana es esencial porque ella está ligada a la misión de
predicación del Reino (la continuación de la oración del Hijo al Padre, en el Evangelio
según san Juan, es explícita, y evoca el envío al mundo y pide la unidad: Jn
17, 18-23).
Es
evidente que la Orden de los Predicadores no tiene el monopolio de la
predicación ni de la evangelización en la Iglesia, pero me parece que su
«confirmación» hace casi ocho siglos la ordena, como «Santa Predicación», a
servir el carisma de la predicación en la Iglesia. Es decir, a servir esta dimensión
esencial de la Iglesia según la cual esta última se constituye y es establecida
por la gracia del Espíritu de Cristo. Este servicio no toma solamente la forma
del acto de predicar o de evangelizar sino que además, por el hecho mismo de
constituir una familia unida por la predicación, la Orden recuerda en el seno
de la Iglesia que la evangelización contribuye a establecer la Iglesia como fraternidad
y comunión.
Conversación
y comunión
Quiero
proponer que recibamos el tema de este año: « El laicado dominicano y la
predicación » a la luz de estas tres evocaciones (de la Iglesia fraternidad, de
los comienzos de la Santa Predicación de la Orden y de la unidad de la familia
dominicana) y que hagamos de este tema la inspiración de nuestra reflexión. La
reflexión precedente nos habrá hecho percibir que la formulación de este tema abre
horizontes muy amplios para comprender mejor cómo el compromiso de los laicos
en la familia dominicana es determinante para la misión de predicación de la
Orden.
«A los laicos les corresponde, por propia
vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales
y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de
los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida
familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están
llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el
espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde
dentro, a modo de fermento» (Lumen Gentium, 31). Dentro de esta perspectiva general,
la expresión «laicos dominicos» permite constatar una cierta diversidad entre
aquellos hombres y mujeres que hoy en día desean, por la gracia de su bautismo,
participar en la misión de Cristo y «hacer brillar la presencia de Cristo en el
corazón de la humanidad» (Prologo de la Regla de 1968), siguiendo las
enseñanzas de Santo Domingo. Todos, como laicos, tienen «la noble obligación de
trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por
todos los hombres de cualquier lugar de la tierra» (Decreto sobre el apostolado
de los laicos, § 3). Y todos son invitados a hacerlo contribuyendo a la constitución
de esta «familia» dominicana enviada a predicar el Evangelio.
Como
laicos dominicos, « siguen fielmente su vocación, se esfuerzan por dejarse
penetrar por el espíritu de Santo Domingo: por medio de la contemplación asidua
de Dios, unida a la oración y al estudio, alimentarán una fe firme; darán
testimonio de la misma con fuerza, cada uno según su propia gracia y condición,
para iluminar a los fieles que comparten su fe y a los hombres privados de la
luz de Cristo. Así, gracias a ellos, la Orden tiene la posibilidad de alcanzar
más plenamente su fin. Ellos se aplicarán a reconocer y compartir las miserias
de los hombres, sus angustias y sus aspiraciones.
Guiados
por la luz del Evangelio, según el espíritu de la Iglesia, en unión con los
hombres de buena voluntad, ellos fomentarán, por el apostolado de la verdad,
todo lo que verdadero, justo y santo, y se esforzarán por ayudar a todos los
hombres, en la medida de lo posible, con un espíritu de alegría y de sincera
libertad» (Prólogo de la Regla de 1968).
Entre
estos laicos dominicos, los miembros de las fraternidades laicales dominicanas
tienen un lugar privilegiado, puesto que hacen la opción de comprometer toda su
vida por medio de la promesa de contribuir a la misión de Cristo participando
de modo específico como miembros de la Orden. Ellos inscriben su compromiso con
la Palabra viva no sólo en su vida de bautizados, sino también buscando un
equilibrio en su vida y en sus diferentes responsabilidades para que sean una
«predicación», un servicio a la conversación de Dios con el mundo. Al mismo
tiempo, ellos inscriben en la vida de la Orden la exigencia de orientar la
predicación de la Palabra a la constitución de la Iglesia de Cristo por medio
de la búsqueda de la comunión y de la unidad. Sabemos que en la actualidad es
necesario reflexionar sobre la diversidad existente al interior de estas
fraternidades para buscar juntos el modo de aceptar, promover y conjugar cada
vez más dicha diversidad, buscando reunirla en el testimonio concreto de una
vida laica que desea ser predicación.
Existen
también otros modos según los cuales los laicos deciden participar en esta
misión y pertenecer a la «familia dominicana», sin que su compromiso sea bajo
la misma forma: laicos asociados a numerosas congregaciones de hermanas, a un
determinado convento o a una obra dominicana especifica; herederos de las
«milicias» medievales; miembros del Movimiento Juvenil Dominicano
Internacional; Voluntarios Dominicos; miembros de las Fraternidades Lataste y
de los movimientos que se inspiran de su intuición de Betania. Cada uno de
estos grupos tiene un modo propio de compromiso con la familia dominicana.
Y,
como en toda familia, también están los amigos que, sin haber hecho la opción
explícita de una pertenencia, comparten la misión, por medio de una
colaboración profesional que quiere arraigarse en el espíritu de Santo Domingo
(por ejemplo los profesionales de la enseñanza, de la edición, de la
comunicación), o por medio de opciones de evangelización (como es el caso, por ejemplo,
de numerosos laicos comprometidos en la misión de predicar el Rosario en la
tradición dominicana). La noción de familia dominicana, de comunión dominicana,
permite reunir todas estas dimensiones,
con las monjas, los frailes, las hermanas de vida apostólica, los miembros de
los institutos seculares y de las fraternidades sacerdotales, en nombre de la
evangelización, misión común por el Reino, en el respeto y la autonomía de la
vocación propia de cada uno (cf. Documento de Bolonia).
Esta diversidad es importante para explicar el
sentido del vínculo entre los laicos dominicos y la predicación. Debemos
señalar que entendemos el término «predicación» en el sentido más amplio, aun teniendo
en cuenta la especificidad de la predicación de la homilía durante la liturgia,
definida por la disciplina de la Iglesia. «¡Vuestros hijos y vuestras hijas
profetizarán!». Evangelizar con la Palabra de Dios, proclamar el Reino de Dios,
anunciar el Evangelio, predicar el Evangelio de la paz, difundir la presencia
de Cristo… todas estas expresiones hacen eco de la profecía de Joel: todos,
profetizarán, hablarán «de parte de Dios». Los términos del Concilio Vaticano
II expresan claramente la especificidad de la vocación laical a la
evangelización y en esta misma línea hay que situar el vínculo de los laicos
dominicos con la misión de servicio de la predicación propia de la Orden. Esta especificidad
es bivalente. Ella proviene de los ambientes específicos en los cuales viven y testimonian
los laicos dominicos y en los cuales, por su servicio de evangelización, ellos
permiten que la Orden lleve a cabo su misión, que «alcance más plenamente su
finalidad». Pero ella proviene también su aporte a la Orden y a la comunión
dominicana. Esta es otra manera, complementaria, de contribuir al cumplimiento
de la misión de la Orden. Fueron las mujeres convertidas quienes hicieron tomar
consciencia a Domingo de la necesidad de protegerlas. Fueron los primeros pobres
valdenses quienes pusieron en evidencia cómo el testimonio de la radicalidad
era portador de un testimonio evangélico.
Me parece que los laicos dominicos pueden
permitir que la predicación de la Orden alcance más plenamente su finalidad por
el hecho mismo de la realidad de la vida laica, y esto de varias maneras.
Al
igual que con los frailes y las hermanas de la Orden, la predicación de los
laicos dominicos se arraiga de modo concreto en la experiencia de la vida. Es
por eso que la riqueza de su contribución específica a la predicación de la
Orden viene de su experiencia de vida familiar y profesional, su experiencia de
paternidad, su experiencia de vida de Iglesia, la experiencia de ser joven en
las sociedades contemporáneas, la experiencia singular del bautizado que debe
dar cuenta de su fe en medio de una familia o de un grupo de amigos a los
cuales está cotidianamente y afectivamente ligado pero que sin embargo no
comparten la misma fe y a menudo, no manifiestan ningún deseo de compartirla…
Ellos viven de un modo particular la dificultad del testimonio de la fe: en
muchos de los lugares del mundo contemporáneo, la situación habitual de un
laico lo confronta a la indiferencia, al escepticismo y a la incredulidad, de
un modo bien diferente al de los religiosos, y esto debe enriquecer la
predicación del conjunto de la Orden. Así mismo, a través de las actividades de
su vida profesional, familiar o militante, un laico experimenta cómo las
exigencias cristianas de fraternidad y de verdad según las cuales él busca
contribuir a la transformación del mundo son una predicación esencial propia de
su estado, que se conjuga con la predicación del conjunto de la «familia de los
predicadores».
A
través de todas estas experiencias, se vive la experiencia de Dios, de su
presencia, de su Palabra, de su Providencia… Hablar de parte de Dios, es dejar
que el soplo de Dios inspire nuestras palabras humanas de modo que ellas
testimonien la presencia y la «vida con nosotros» de Aquel más grande que todos
nosotros. Pero es también dejar que se grabe en nosotros, en lo más profundo de
nuestras propias experiencias, un eco misterioso de la experiencia de la
condición humana, que Dios mismo ha querido hacer en su Hijo,. Se comprende
fácilmente que la complementariedad entre la predicación de los laicos y la de
los frailes o de las hermanas, comprometidos en la familia dominicana bajo la
forma de la vida consagrada, es una consecuencia de la complementariedad de la
experiencia de la vida humana. Desde este punto de vista es importante subrayar
que una de las tareas de la familia dominicana es organizarse de tal modo que
estas múltiples experiencias (y no solamente las acciones concretas de
evangelización) entren en diálogo y se enseñen recíprocamente la presencia y la
providencia de Dios. Me parece que muy a menudo damos por sentado que prestamos
mutua atención a lo que constituye la singularidad de la experiencia de ser
dominico hoy en los distintos estados de vida, que nosotros conocemos el modo
de vida de los otros miembros de la familia… En el fondo, quizás con demasiada
frecuencia, consideramos que es posible construir nuestra «familia», haciendo caso
omiso de aquello que constituye el fundamento mismo de la predicación y que es
el lugar fundamental de la obra de la gracia en cada uno. Para servir a la
conversación de Dios con la humanidad, hay que tomarse el tiempo y buscar los
medios para escuchar los ecos de las múltiples conversaciones que Él tiene en
este mundo.
A partir de estas observaciones, podemos decir
que los laicos dominicos enriquecen día tras día la manera en que la Orden debe
aprender a «amar el mundo» al cual es enviada a predicar, no solamente contando
con agudos y pertinentes análisis del mundo, sino haciéndose vulnerable a las distintas
experiencias del mundo que tienen los miembros de la familia dominicana.
Haciendo esto, por lo demás, la Orden en su diversidad aprenderá también a
dejarse marcar por las diferentes interpretaciones de la Palabra que nacen del
corazón de estas experiencias. Con la Biblia en una mano y el periódico en la
otra, como les gustaba decir a algunos de nuestros mayores. La experiencia compartida
enriquece más aún esta actitud. A partir de esta toma de consciencia toda la
Orden podrá reforzar cada vez más su convicción de que uno de los primeros
deberes del anuncio del Evangelio es permitir a cada uno de sus interlocutores
percibir su propio lugar en este Reino anunciado, descubrir la responsabilidad
propia que puede asumir al aceptar, a su vez, ser enviado. En el seno de la
Orden, los laicos dominicos tienen la tarea de recordar a los otros miembros
esta primera evidencia: los laicos en la Iglesia no son, ante todo, destinatarios
de la predicación, de la evangelización y de la pastoral, sino que son personas
llamadas a ser los actores de las mismas.
En la comunión,
renovar el celo por la evangelización
La
Iglesia, bastante recientemente, ha establecido la noción de « familia
espiritual », que corresponde a lo que se ha denominado « nuevas comunidades ».
En cierto modo, si no fuese por el temor de ser anacrónico, podríamos
atrevernos a decir que la « Santa Predicación » de los comienzos habría
respondido a esta definición y que la «familia dominicana» es hoy la
realización de la misma.
Hay
una urgencia actualmente en la Iglesia, este mensaje ya se repite hasta la
saciedad, de renovar su celo por la evangelización, es decir, de fortalecerse a
sí misma y extenderse por el poder y la gracia de la evangelización. Y para
esto, es urgente que la iniciativa de la evangelización no sea percibida sólo como
el fruto de las instancia clericales de la Iglesia, sino más bien el fruto de
una iniciativa común por la cual la Iglesia en su conjunto se implica y
compromete lo esencial de lo que ella es, lanzándose al encuentro de sus
contemporáneos. Así, para llegar a ser lo que ella esencialmente es, la Iglesia
tiene necesidad del compromiso de todos para dar el Evangelio al mundo. ¿Cómo
no percibir esta urgencia para nuestra misma Orden? Como “servidora del carisma
de la predicación”, la Orden de los predicadores tiene el deber de promover el
carisma de los laicos para la evangelización, y de manifestar que lo que está
en juego es la constitución misma de la Iglesia, por medio de la integración de
los laicos dominicos en una sola comunión dominicana. Pero entonces, en la
Orden como quizás en la Iglesia, es urgente considerar que los horizontes de la
evangelización ya no pueden ser definidos sin una sólida conversación entre
todos, laicos, ministros y personas consagradas, prestando una atención particular
a la experiencia y al deseo misionero de los laicos.
Varios elementos me parecen determinantes en
la contribución específica de los laicos dominicos a esta renovación del celo
por la evangelización del conjunto de la familia dominicana.
Ante
todo, aún a riesgo de repetir una banalidad, los laicos recuerdan a todos que
una intuición evangélica como la de Domingo no puede ser reducida a su
traducción en la vida consagrada. Existe siempre un riesgo, en una familia
espiritual, de dejar que se establezcan distinciones, de las que implícitamente,
se podrían deducir falsas jerarquías: consagrados o no consagrados; sacerdotes
o no; hombres o mujeres; jóvenes o viejos. Debemos, entre nosotros, tener la
sencillez, y sin duda, el valor, de hacer frente a esta tentación y de
remediarla. Éste es el precio para poder poner, del mejor modo posible, el
carisma de la predicación al servicio de una Iglesia fraternidad. Es también
escuchando a los laicos dominicos hablar de los gozos, pero también de las
dificultades que ellos viven en sus compromisos eclesiales, descubriendo
bastante a menudo, que si el apoyo de los laicos es, en general, vivamente
deseado, sus iniciativas, su formación teológica, sus saberes teóricos y
prácticos, su experiencia humana no recibe siempre la acogida que sería
deseable. Como si hubiera dos pesos y dos medidas en el espacio dado a la
palabra de cada uno en la conversación eclesial.
Insistir en el compromiso de los laicos
dominicos en la predicación significa también, en la tradición de la Orden,
insistir en la exigencia del estudio. En efecto, como decía al comienzo, la predicación
debe encontrar su propia fuente en el equilibrio entre las tres formas de
contemplación que son la oración, el estudio y la vida fraterna. Anunciar la
Palabra, escuchas las aspiraciones del mundo contemporáneo a la verdad, tratar
de establecer las mejores condiciones posibles para un diálogo con las culturas
y los nuevos conocimientos, exige la ascesis del estudio. La Orden no debe
nunca dejar de ser una «estudiante», para que el testimonio y las palabras de
fe encuentren en el estudio y en el conocimiento de la tradición de la Iglesia,
el rigor y la objetividad que abran a los interlocutores verdaderos caminos de
libertad sobre los cuales poder desplegar su propia inteligencia de la fe en la
Iglesia.
La diversidad de situaciones concretas en las
cuales viven los laicos es también una riqueza muy grande para el conjunto de
la familia dominicana. Ella permite en efecto no ceder a la facilidad con la cual
podríamos representarnos las realidades humanas, personales, familiares y
sociales de manera univoca, ni desde un punto de vista «teórico» que podría
volverse normativo y reductor. Es en la experiencia concreta donde se plantean
las cuestiones de vida de pareja, de educación de los hijos, de responsabilidad
profesional, de precariedad del empleo, de nivel de vida económico, de
compromiso político o social. Es también en lo concreto de la experiencia que
se viven los duelos de un cónyuge o de un hijo, los momentos difíciles a veces
de reorientación profesional, las etapas del paso a la jubilación, los
dificultades de la vejez. Porque todas estas experiencias están, en su vida
concreta, en dialogo con su compromiso en la predicación del Evangelio, los
laicos dominicos aportan una contribución sin igual a la comprensión de la
Palabra de Dios en el seno de la familia dominicana.
La insistencia que la Iglesia pone hoy en la
necesidad de una renovación de la evangelización está acompañada a menudo por
la constatación de que la «secularización» representa un desafío mayor para el
anuncio del Reino. Aquí también, hay que subrayar el carácter específico de las
experiencias deesta secularización que tienen los laicos en su ambiente
profesional, familiar o de amistades. ¡Cuántas veces escuchamos a los hermanos
y hermanas laicos expresar la pena que sienten de ver a su familia alejarse en
una cierta indiferencia de la fe, la soledad que sienten cuando les parece casi
imposible expresar públicamente su fe en los ambientes en los que viven o
trabajan, la incomprensión a la cual se ven confrontados cuando tratan de
manifestar que no hay necesariamente contradicción entre la razón moderna,
predominantemente científica y técnica, y las convicciones de fe y de valores!
¡Cuántas veces ellos expresan, en contextos culturales muy diversos, la
dificultad de encontrar la justa actitud en el contexto actual de pluralismo
religioso! Aquí los laicos dominicos pueden ayudar al conjunto de la familia
dominicana a desplegar de manera creativa una predicación que mantenga juntos
el testimonio comprensible y la palabra explícita.
Considerando esta complementariedad, el
compromiso de la familia dominicana en la misión común de evangelización podría
establecer un cierto número de objetivos prioritarios. Corresponde evidentemente
en primer lugar a cada «santa predicación» local identificar estas prioridades,
teniendo en cuenta su realidad concreta, la cultura propia del país y de su
historia eclesial específica. Pero me parece que una reflexión de los otros
miembros de la familia dominicana junto a los laicos es particularmente
necesaria hoy al considerar la renovación de la evangelización en las familias,
en el mundo de la educación, la evangelización dirigida a los jóvenes. Debemos
solicitar su experiencia de los conocimientos prácticos contemporáneos para
definir mejor los desafíos del encuentro de evangelización con las culturas
científicas y técnicas, así como con las nuevas redes sociales. Junto a ellos,
y probablemente dando una atención prioritaria a su experiencia, se trata de
familiarizarnos con la secularización en cuanto ella perturba las costumbres de
reconocimiento de la Iglesia, pero también en cuanto ella abre nuevos caminos
de libertad a la evangelización.
En
esta época de llamada a renovar la evangelización, me parece que la Orden de
los Predicadores está especialmente invitada a integrar en la dinámica de su
misión una atención prioritaria a la promoción de la vocación laical de llevar
el Evangelio al mundo. Sería una hermosa manera de servir hoy a la Iglesia.
Para hacer esto, quisiera subrayar en particular ciertos medios que nosotros
podríamos desarrollar. El espíritu en el cual los diversos grupos de laicos
dominicos son llamados a vivir deber estar siempre impregnado de gozo, de
libertad y de sencillez: en esta perspectiva nos orientan los documentos
escritos para el laicado dominicano desde el Concilio. Las fraternidades
laicales dominicanas tienen una responsabilidad eminente en el conjunto de la constelación
de los diferentes grupos de laicos, porque ellas se comprometen a introducir,
en una vida plenamente laica, el equilibrio entre todas las dimensiones de la
tradición de Santo Domingo. Hay que velar para que las fraternidades ofrezcan
esta posibilidad de vida, siguiendo la escuela de Santo Domingo,
distinguiéndose deliberadamente de toda «contaminación por parte de la vida
religiosa», evitando formalismos que conducirían a la esclerosis. Sin embargo,
conviene también estar abiertos al surgimiento de otras formas de laicado en la
familia, precisamente a causa de la diversidad de las experiencias evocadas más
arriba. El desafío de la evangelización de los jóvenes nos llama ciertamente a
promover, lo más posible, los grupos que podrán formar parte del Movimiento
Juvenil Dominicano Internacional, no como grupos de «pastoral» con grupos de
jóvenes, sino como grupos que se constituyen y se forman para ser grupos de
jóvenes misioneros para los jóvenes (teniendo una particular atención hacia los
jóvenes que no han recibido la fe, y hacia aquellos que viven muy distantes de
los mundos donde se conservan en general las tradiciones espirituales). Durante
este año, me parece importante que los otros miembros de la familia dominicana
dediquen tiempo a escuchar, conocer y comprender mejor la vocación laica en el
conjunto de la misión de la Orden, y puedan así participar todavía más en la
promoción de esta vocación.
Si
desarrollamos esta dinámica del laicado dominicano, esto nos comprometerá a
promover en el seno de la Iglesia una reflexión sobre la actualidad de la
vocación laical a la evangelización que concierne a todo bautizado, y también
una reflexión sobre la contribución de las «comuniones laicales» que siguen
tradiciones espirituales particulares al establecimiento de las comunidades eclesiales
locales. Invito a todas las teólogas y los teólogos de la familia dominicana a
ayudarnos en esta reflexión.
Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán…
Consagrar un año de la novena de preparación del Jubileo de la Orden al tema
«El laicado dominicano y la predicación» puede ayudarnos a tomar una mayor
conciencia del reto de ser «enviados a predicar el Evangelio» como familia
dominicana. En el fondo, es una llamada a todos a arraigar cada vez más
profundamente nuestro deseo de evangelización en el misterio de nuestro
bautismo que nos llama a la edificación de la Iglesia en el mundo como sacramento
de salvación. Invito a todas las comunidades de la Orden y todas las
comunidades y grupos de la familia dominicana, a dedicar tiempo durante este
año para profundizar todo esto. Y para hacerlo, las invito a aprovechar el
tiempo de la cuaresma para dedicar cada semana un tiempo de « lectio divina »
comunitaria a los textos de los cinco domingos de este año litúrgico,
fundamentando nuevamente su comunión al recorrer el camino por el cual la
Iglesia invita a los catecúmenos a nacer de nuevo por el gozo de evangelizar.
Fray
Bruno Cadoré, O.P.
Maestro de la Orden de
Predicadores